Juan Luis Arsuaga y su cuadrilla de antropólogos escarbando en la Sima de los Huesos de Atapuerca, han hallado un fragmento de fémur de dos gramos con el ADN mitocondrial más antiguo de la humanidad (400.000 años).
Pero el genoma no es de Neandertal, sino de un antepasado de Putin. Ese cromosoma se detectó hace unos años en el dedo meñique de una niña siberiana de siete años y ojos marrones y confirma una vez más la teoría de Darwin: En la charca primitiva, se cruzaban las especies, en una bacanal de monos. Hubo una cueva redonda en la que se aparearon los sapiens, los neandertales y los hombres de las flores después de su peregrinaje desde África, de donde venimos todos.
Darwin es el viejo topo que no deja de escarbar. Su teoría de la supervivencia del más canalla ha triturado sandeces y sirve para analizar la burbuja; la crisis ha reproducido su amarga sátira de la lucha por la supervivencia y el carácter salvaje de los mercados y los bancos. Por él sabemos que somos una minoría de primates que esclaviza a los que no pagan el alquiler de la cueva. Por miedo a su mujer, Darwin no dijo abiertamente que no descendemos de Adán y Eva de Durero, sino de unos simios llenos de pulgas. Parece que el sabio dejó de ser creyente a los 40 años al deducir que el cristianismo no se apoya en evidencias. En España lo rejonearon.
Los poetas oficiales le llamaron cuadrúmano en la copa del árbol con el culo asido; los comerciantes lo vendieron en una etiqueta de Anís del Mono y los curas lo metieron en el Índice. El obispo de Granada dijo que destruía la teología y lo definió como herético injurioso. Luego, los últimos papas declararon que la teoría de la evolución puede coexistir con la fe.
El peligro ahora no es la religión, sino la ciencia como religión de la posmodernidad. Nos cuentan cada día historias tan inverosímiles como las de la Biblia, amparándose en la barba y en la jerga. Nos hablan de cientos de miles de años sin ton ni son.
Como advirtió Darwin a propósito de los cristianos, no se apoyan en evidencias, ni terminan de averiguar que misterioso salto evolutivo dio este mono desnudo, dejando en la cuneta tirados a los grandes orangutanes y los peludos chimpancés. Por eso, éstos monos y los perros, nos ven, como a colegas majaras que ríen, lloran y sufren por estupideces abstractas. Lo dijo Whitman: «Los otros animales no lloran por sus pecados, ninguno se arrodilla, ni ante los otros, ni ante los muertos o los dioses».
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