martes, 20 de mayo de 2014

A veces, la Naturaleza resulta confusa o demasiado compleja como para que podamos captarla ateniéndonos únicamente al conocimiento científico.
La Ciencia nos enseña que los procesos a nuestro alrededor siguen comportamientos regulares, nos empuja a pensar que, tarde o temprano, el ser humano será un perfecto historiador de sucesos pasados y podrá adivinar los futuros. Nos invita a admirar la Naturaleza como sustrato abstracto de materia y energía en el que todo ocurre bajo mecanismos bien engranados. En esta concepción se admite el azar como una ausencia de conocimientos o la idea de Dios como una explicación temporal a los eventos que observamos absortos en el devenir de nuestra existencia, tremendamente corta si la comparamos con la edad del Universo o la de la Tierra. Este modo de entender la Ciencia también niega la libertad humana, puesto que nos supone sujetos al mismo determinismo de las leyes de la Física que gobiernan el comportamiento de cualquier otro objeto del Universo. Por último, nos infunde la idea de que los cambios son meras apariencias, evocando al sabio Parménides, allá por el siglo VI a. C., pues todo es un continuo de estados causal y suavemente relacionados, sin posibilidad de que alguno se rebele con respecto a los que le preceden.
Así es como tendemos a ver el mundo macroscópico que nos rodea: es un mundo casi Mecanicista, siguiendo la doctrina que surgió en el siglo XVII como extrapolación del conocimiento del momento. Pero los avances de la Física de principios del siglo XX nos hicieron de espejo ante estos prejuicios y dieron al azar un papel protagonista. Surgió la Teoría Cuántica, con la que empezamos a explicar los sucesos que ocurren a nivel molecular y atómico, aunque a expensas, por momentos, de desterrar nuestra intuición. Esta teoría ajusta el azar en las ecuaciones que gobiernan los fenómenos naturales sin identificarlo como desconocimiento sino como realidad. Quizás nunca nos acostumbremos a ello. Surgió también la Teoría del Caos en la que el azar aparece como un acto de rendición a la imposibilidad de conocer todos los factores que necesitamos para predecir o retrodecir sucesos.

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